Llueve.
Ya ni lo noto, me da exactamente lo mismo. Es más prefiero que llueva. El
escenario está más acorde con mis pensamientos. El agua ni me moja, cae y se
esparce por todas partes, pero no me toca. Para llegar al Avon Hotel tengo que
subir Constitution Hill. Es un nombre
perfecto para la tremenda envergadura de la pendiente. Miro constantemente
hacia abajo para no resbalar con las bayas de los arbustos que han ido a parar
al suelo. Noto como todos los músculos
de mis piernas se tensan mientras mi cabeza sólo piensa en esquivar la
vegetación muerta, los charcos, y algún que otro vómito, hoy es domingo.
Debería dejar de fumar. Realmente debería hacerlo, pero está claro que hoy no
va a ser. Inmediatamente saco el tabaco de liar, papel y la caja con las
boquillas. Miro el reloj. Llego tarde. Me da igual, un cigarro. Se me cae una
boquilla, que rueda vertiginosamente hacia abajo. Una gota enorme cae en el
papel de fumar. Maldita sea. No importa, vuelvo a sacar otro papel, rápidamente
pongo otra boquilla en un extremo. Pellizco un poco de Golden Virginia y lo esparzo, lo prenso, lo lío... No quiero pensar
en nada, ni en lo que me espera, ni en él,
ni en que la lluvia me moja aunque yo no la note, ni en que los últimos minutos
han sido del todo ridículos. Toso. Subo, no pienso. De hecho me resulta
sorprendentemente fácil no pensar en nada, demasiado. No voy a darle vueltas al
hecho de que eso sea totalmente sospechoso. No me voy a psicoanalizar, de
ninguna de las maneras. No voy a dejar de fumar. Voy a ver cuánto aguanto sin
pensar. No hay nadie en las calles, ni en las ventanas. Las tiendas están
cerradas, como él. Él también no está. No sé de quién hablo
porque hoy no está, bueno, la verdad es que casi nunca está. Supongo que eso es
un problema, o, ese es el problema. Filosofar subiendo una colina como Constitution Hill seguramente no es una
buena idea, pero ya no me tengo que preocupar más de eso porque ya he llegado.
Mirar atrás es de lo más tentador. Y aunque llego tarde y no debería, me giro y
miro. La boquilla, desde abajo, me sonríe.
Cuando llego
al cruce donde tengo que girar a la izquierda para llegar al Hotel escucho
pasos. En unos segundos una sombra seguida del friegaplatos me adelanta. No sé de dónde es. Nunca habla y da tan
malas vibraciones que nadie se ha molestado en saber de dónde viene. Llega, se
pone un delantal dos veces más grande que él, hace su trabajo y se va. A veces
da la sensación de que gruñe, pero es muy probable que no lo haga. Lo único que
nos queda claro a todos los que nos torturamos cada día un poco en el Avon es que el
friegaplatos es heroinómano. No tiene ningún reparo en lucir las marcas de
la jeringuilla que sobresalen de su
antebrazo, por encima de los guantes. Cada vez que le coloco los platos que
recojo cerca, lo miro, intentando buscar algún rastro de: “existes, me traes platos llenos de mierda, no te gusta y sabes que a mí
tampoco me gusta lavarlos.” Sin embargo sólo puedo intuir que me mira de
reojo y emite un gruñido imperceptible. A diferencia de todo el personal, es el
único que no llega mejor cuando entra que cuando sale. Siempre tiene el mismo
aspecto, el pelo largo, lacio, pegado al cogote por la cinta del delantal. Creo
que tiene los dientes marrones, juraría que un día se los vi mientras gruñía.
Siempre lleva un chaleco y unos pantalones elásticos llenos de roña. A pesar de tener todos los
puntos de ser y parecer un macarra, ni lo es ni lo parece. Hay algo que lo
diluye en esa cocina apestosa, y que lo esconde entre las idas y venidas de las
histerias del chef, de la arrogancia
del manager y de la resaca laboral de
los camareros y camareras. Durante horas no mueve los pies. Se balancea de un
lado a otro, con el grifo a toda presión y observa durante horas y horas el
espectáculo inmundo de bacon, beans, sausages y migas de pan flotantes en un fregadero cada vez más
atascado y constantemente inundado de agua manchada de salsa gravy.
Atravieso
el umbral del hotel y ya no hay ni rastro de él. Parece el mismo demonio.
Existe una sensación de calma en tensión en el hall y en el restaurante. Las
recepcionistas me han ignorado totalmente, a consciencia. Andan cuchicheando
algo que le pasó ayer noche a una de ellas. La afortunada se ayuda del mango de
un paraguas para ejemplificar el tamaño de lo que tuvo entre las piernas. No way! La otra se mete el mango del
paraguas en la boca. Se mean de risa.
Entro en la recepción y dejo mi abrigo y mi bolso empapados por la
lluvia en el armario que está situado justo detrás de ellas. No han dejado de
hablar ni un instante. Apenas me han dirigido una mirada de cierta
superioridad. Llego 3 minutos
tarde, a nadie le importa. Salgo de la
recepción y cruzo el hall corriendo, hacia el restaurante. El manager está enseñando a una nueva
camarera cómo doblar las servilletas. El cocinero está preparando el desayuno.
El olor a mantequilla carbonizada me echa para atrás. Voy a por los cubiertos.
Cada día igual, aunque por hoy de las servilletas se va a ocupar esa muchacha.
Es italiana me ha bastado una sola palabra para saber que es italiana: “¿cosa?”. Es una rubia con un cuerpo escultural, pero con
carácter, gran inconveniente para el jefe. Ésta no durará mucho. No tiene ni
idea de lo que le está diciendo. No consigue doblar en forma de abanico las
servilletas rojo sangre del hotel. Él se está comenzando a desesperar.
Finalmente se da cuenta de que estoy allí. “Sole, please do the napkins and she´ll do the
cutlery, right?” Sí, claro, ¿no te jode? Le miro, asiento, sacudo una
servilleta delante de su cara y sonrío.
La mesa
está puesta y mi olfato inmunizado. Los primeros clientes aparecen. Es un
matrimonio mayor. Ella va delante de él. Los dos son altos y escuálidos y
tienen unas chepas tremendas que les obligan a andar encorvados. El manager les indica la mesa. Es fácil,
simplemente tienen que seguir una línea recta, libre de todo obstáculo, por encima de la moqueta
mugrienta, hasta llegar a sus respectivas sillas. La mujer avanza torpemente,
haciendo eses, mirando con desaprobación a los camareros que esperamos delante
de las bandejas de comida refrita y apestosa. Parece estar más que segura de
que no le va a gustar nada. El marido, que va tres pasos por detrás de ella,
reproduce exactamente los mismos movimientos, pero, además, arruga la nariz,
enseña los dientes y la encía superior. Se me revuelve el estómago. De repente
la puerta de la cocina se abre y aparece Lucy. Es mitad inglesa mitad francesa
y al tercer día de trabajar en el hotel la sorprendí metiéndose mano con el manager en la terraza, rodeados de cubos de
basura. Lucy avanza con brío, sacando pecho y nariz. Les da los buenos
días al matrimonio y los llama por su nombre. Ella se ocupa de los modales y de
la cortesía, el resto de poner y quitar los platos de la mesa. Toma nota, nos
ordena, les da conversación trivial, les hace preguntas de las que se responden
sin pensar. “¿Han dormido bien?/ ¿Han visitado ésto o aquéllo?/ ¿Qué terrible
no sé qué, no?...” Es muy buena haciendo su trabajo y para haber vivido la
mayor parte de su vida en Francia, domina a la perfección las sutilezas
inglesas. Si no fuera porque se queda con todas las propinas me caería bien.
Seguro que a él también le gustaría. A la italiana sólo se la tiraría,
demasiado carácter para él y su
sangre fría.
El
desayuno se junta con la hora de comer, y más el domingo. El restaurante se va
llenando de todo tipo de clientes. Viejos panzudos que sorben la yema del huevo
y la hacen bajar cuello abajo con una pinta de cerveza. Estudiantes exagerando
su resaca para estar a la altura. Familias persiguiendo por entre las mesas a
niños de color rosa que se desgañitan llorando porque son los únicos que saben
tan bien como yo que ese lugar es espantoso. Hace media hora que han pedido y
que nadie aparece con sus malditos sandwiches. Mi inglés es suficientemente
bueno para entender la cantidad de insultos diplomáticos que me están
comenzando a prodigar, menos mal que me sé hacer muy bien la loca. En eso él estaría totalmente de acuerdo, él,
que tiene un muy buen trabajo. Él
nunca jamás se pondría en situaciones
autodestructivas y las llamaría experiencias. Él es muy listo, pero, qué quieres que te diga, no se sabe hacer el
loco tan bien como yo. Él es
irritantemente sensato. No me hace ninguna gracia.
Desaparezco por la puerta que lleva a la cocina, con 8 platos repartidos
entre los dedos de las dos manos, 4 judías en mis pantalones y una mancha de
ketchup en mi camiseta. Miserable. Lo que pasa dentro de la cocina es, incluso,
peor. Lucy está histérica. Dos camareros y el ayudante de cocina no se han
presentado. Evidentemente, hoy es domingo. Se va a liar una gorda, salta a la
vista. El manager la abraza y de paso
le aprieta con disimulo el trasero. Coge un delantal y se lo pone, como si
estuviera haciendo un acto heroico. Se autodeclara el nuevo ayudante de cocina,
imitando con poquísima gracia a un famoso cocinero de la BBC. Ella lo detesta,
es obvio. Hay un músculo facial que sólo se tensa cuando nuestra sonrisa es
sincera y la suya está muy calculada. Es muy lista. Sólo me cae mal porque se queda
con las propinas. Por lo demás no es muy diferente a mí.
El manager agarra un cuchillo, lo clava en
la madera y comienza a dar nuevas órdenes sin dejar de imitar al famoso
cocinero. La situación sería totalmente bochornosa si no fuera porque por unas
décimas de segundo, ella mira con embelesamiento el cuchillo. Lucy sonríe, y,
yo me muero de miedo.
Dejo los 8
platos y las 4 judías de mis pantalones al lado del friegaplatos. Diluyo la
mancha de ketchup con un poco de agua. Eso lo empeora mucho más y esta vez soy
yo la que gruño.
Una orden
del nuevo y espeluznante ayudante de cocina cae sobre mí: Sole go to the dungeons and find
me an onion! Move! ¿Una cebolla? ¿No puede hacer sandwiches sin cebolla?
Bueno, ¿por qué no?, yo últimamente no puedo irme a dormir sin maldecirle a él y a mí hasta quedarme tan frita como
los desayunos del Avon.
Bajo a lo
que ellos llaman las mazmorras, que no es más que un sótano mugriento donde
están la sala de descanso del personal, el almacén, los frigoríficos, y la
cocina del chef. Me meto por los
pasillos angostos, húmedos. Hay dos cucarachas aplastadas. Una a cada lado. Me
resultan familiares. Miro por la ventana de la puerta que da a la sala de
descanso. Dos estelas de humo salen por detrás de la mesa de billar. Hay dos
caraduras fumando a escondidas que se han aprovechado del caos que reina
arriba. Pero yo tengo una misión.
Encontrar una cebolla. El aire se hace irrespirable, el vapor que sale de las
ollas de la cocina se pega por las paredes y por mi cerebro, que se pone más
blandito, más bobito, maldito... Cruzo la cocina desierta, rodeo una mesa
metálica enorme donde hay tres cuchillos sucios y medio limón mustio. El silencio sería absoluto de no ser
por el ruido de una televisión que sale de algún lugar que no consigo
localizar. Ninguna cebolla. Nada de nada. ¿De dónde sale toda la comida que
sirvo? ¿Puede que el diablo sepa hacer también el milagro del pan y de los
peces, pero a su estilo? De repente la tapa de una cacerola se estrella contra
el suelo. Un chico enorme, oriental, salido de la nada, da vueltas a las
patatas y a las zanahorias con un cucharón. Es la primera vez que lo veo. Where can I find an onion? Sonríe,
asiente y sigue mareando las verduras. No me entiende. Elevo el tono de voz, no
sea que... Onion! one! y, con las
manos arqueadas, ingenuamente, intento hacerme entender. Yes, yes, yes... dice. Comienza a estar asustado, mis modales
ibéricos parecen aterrarle. ¡La puta
cebolla! ¡Cómo es que no hay nadie más que este pobre desgraciado en la cocina!
La cámara frigorífica es lo último que me queda. Me lanzo, pero, antes de
abrir, la posibilidad de que alguien me empuje y me encierre allí dentro me
paraliza. Cosas más raras se han visto y la situación, de normal no tiene nada.
Un escalofrío me recorre la espalda, o puede que sea la humedad, o los nervios,
o el sudor, o un trozo de él que por
fin me he quitado de encima. Me giro. El oriental ya no está. Ha lanzado la
tapa de la olla contra el suelo y el vapor llena la cocina. Abro. A un lado hay
3 paquetes enormes de patatas fritas congeladas, al otro, escarcha y un espacio
desolador. Cierro. Mataría por un cigarro.
El ruido de la televisión se hace cada vez más imperceptible, pero me da
tiempo localizarlo. Hay una pequeña compuerta detrás de unas cajas de cartón.
Llamo. La televisión se calla definitivamente y el que comienza a emitir ruidos
amenazadores es el chef. Un sirio
corpulento que se está relajando antes de comenzar con la cena. De la comida se
ocupa el ayudante de cocina y nadie ha tenido el valor de explicarle que no ha
aparecido y que el manager no se las
puede apañar solo. No voy a ser yo quien se lo diga. Sorry, I´m looking for an onion. Se rasca la cabeza y me mira con
un desprecio calmado. Suelta una bocanada de humo. Una pipa árabe ocupa
prácticamente la mitad de su zulo. Al vapor de la olla que hierve patatas y
zanahorias se le junta el humo del tabaco líquido. El aire es tan denso que
casi no me deja ver cómo se saca una cebolla del bolsillo. Lo último que yo
debería tener en estos momentos son ganas de fumar, pero las tengo, y la pipa
es todo lo que veo por unas décimas de segundo. Me quedo embelesada mirando
cómo el humo de la última bocanada se dispersa y se pega a las paredes de la
cocina. ¿Es eso lo que hace él
conmigo? Me mareo. Algo me dice que
tengo que salir corriendo de ahí, pero no sin la maldita cebolla que el chef se está llevando a la mesa. Siento
las vibraciones de un mensaje de texto en los pantalones. Escucho cómo afila un
cuchillo mientras desbloqueo el teclado de mi móvil y leo: ME LARGO.
Es
inevitable; tengo que irme, pero no sin la cebolla. Si me doy prisa todavía
podré mirar cómo sube al autobús. Sólo quiero ver cómo se va y me deja. El
cuchillo acecha a la cebolla, como su amenaza reiterada de irse, de dejarme, de
olvidarme... Demasiado tarde para ser educada. Grito un ¡Noooooooooooooooooooooo! visceral y patético. Me lanzo hacia él, le
empujo y rescato la cebolla. You crazy
little bitch! Salgo corriendo mientras me maldice mil veces más en árabe. No
se puede ir, aunque ignorara sus
advertencias, sus silencios...Soy una puta loquita, una pequeña puta loca, la
loca putita que corre pisando cucarachas para rescatar a una cebolla que va a
coger una autobús en 20 minutos para olvidarse de mí. Subo las escaleras, el
vapor de las mazmorras se va perdiendo. Estoy empapada, histérica,
desquiciada... pero tengo la cebolla y tengo que irme. El manager ha dejado su papel de cocinero. Tengo que darle lo que me
ha pedido y largarme. Where the hell is
the manager? Nadie me responde. El caos es igual o peor. Los camareros
entran, salen, gritan, sudan... Un gruñido. El friegaplatos no me ha mirado ni en un sólo momento durante toda la
mañana. Sin dejar de lavar los platos apunta con la cabeza hacia el
restaurante. Abro la puerta, con el brazo derecho extendido, sujetando la
cebolla. Grito: I have to go! Nadie
me ha oído. Las mesas están atiborradas de gente. Lucy está pálida y su sonrisa
agotada. El manager está intentando
calmar a la madre de una jauría de niños hambrientos. La chica italiana está
sirviendo un plato de comida carbonizada a un tipo panzudo. El hombre sonríe.
Tiene delante 4 pintas de cerveza vacías. La espera ha sido larga, pero la
italiana parece alegrarle las molestias. Sus dos manos agarran con saña los dos
sabrosos glúteos alimentados a base de comida mediterránea. Todo el mundo lo ha
visto. Todo el mundo lo veía venir. Yo también veía venir este día. Se hace un
silencio que recrimina, que busca camorra,
morbo... La italiana se ha quedado paralizada. Me mira. Se acerca. En
décimas de segundos me quita mi cebolla de las manos y la lanza, con estilo, fuerza y puntería a la
cabeza del panzudo que, acto seguido, berrea de dolor. Le ha dado en un ojo.
Las campanadas de la catedral repican, convirtiendo el momento en el preludio
de un desenlace fatal que hace tiempo esperaba. 10 minutos para intentar ver
qué cara mete dentro del autobús.
Los amigotes
del panzudo se parten de risa y comienzan a lanzarse trozos de pan, tiras de
bacon... Cogen sus cucharas y las llenan de judías cocidas y las catapultan por
todas las mesas y por toda la moqueta del restaurante. Los niños se unen a la
fiesta. La italiana llora de rabia y grita sin parar “Cazzo di merda”. Lucy está mucho más pálida que antes. Se arquea y
comienza a vomitar. Hay rumores de que el manager
le ha hecho un bombo. Darling! Are you all right? Pues claro que
no, imbécil. Intenta
consolarla en plena guerra de frituras volantes, pero la madre histérica de
antes ha perdido los nervios y comienza a sacudirle reclamando su atención.
Corro. 9 minutos. Cuando consigo salir del restaurante y llegar a recepción
caigo, aunque no debería porque se me hace tarde, en la tentación de mirar
atrás. He dejado la puerta abierta y un trozo de pan bañado en salsa de tomate
sale disparado y cae en la moqueta del hall. ¿Es eso lo poco que queda de mi
autoestima? Me encantan las metáforas. Las recepcionistas están llamando a la
policía. Huyo del hotel. 8 minutos.
Bajo
como una bola de nieve Park Street. Los dedos de los pies
aplastados contra las puntas de los zapatos. Los brazos y manos sin control. 5
minutos. Quiero creer que soy yo quien salpica y entumece el aire helado. Me
duele la cabeza. Tengo miedo de que estalle en cualquier momento y de que él no esté presente en ese instante. Las
miles de imágenes de él riendo,
recriminando, consolando, ignorando... rodando
por Park Street hasta llegar y
precipitarse en el río. En un río hecho de barro, de agua verde, escenario y
augurio de las peores escenas oníricas. 3 minutos. Él no me espera.
La ley de la gravedad me empuja cuesta abajo
ignorando el espectáculo de estudiantes pretenciosos y ebrios, con ganas de ver
y sobre todo, de ser vistos.
Hay fuegos
artificiales en mi cabeza. Puede que sean todas las palabras que planeé decirle
subiendo por mi garganta y explotando al llegar a mi cráneo. ¡Cómo me gustan
las metáforas! Un cráneo que alberga las más bajas, ridículas y obsesivas
pasiones, en exclusiva, para él. 1
minuto. Imagino un programa de TV basura donde él está cubierto de toda esa sustancia viscosa que bulle en mi
cabeza, delante de un público que ríe, que se escandaliza, que se masturba...
Sólo tengo
que cruzar la calle y bajar del todo la curva. El semáforo está en rojo. Él se va. Se va y ya es muy tarde. Tres limusinas blancas bajan a toda
velocidad. La última frena delante del semáforo. De la ventanilla de atrás
salen dos adolescentes que enseñan las tetas y brindan con dos copas de
champán. Emiten chillidos. Se exhiben. ¿Qué querrá decir esto?
Verde.
Cruzo. Corro. Bajo. Y, camino a Londres, se va la cara que ya nunca podré ver.
Algo líquido y pegajoso cae por mi mejilla. No es una lágrima. Es una judía
que, desde mi cabeza se desliza hacia abajo ayudada de la salsa de tomate y de
mi sudor.
No quiero
pensar en nada, ni en lo que me espera, ni en él, ni en la judía que se ha
pegado ahora en mi pecho, ni en que los últimos minutos han sido del todo
ridículos. No voy a pensar. Delante está el embarcadero. Vuelvo a cruzar la
calle. Llego hasta la orilla del río y me siento. El suelo está mojado y frío
pero la sensación es agradable. Estoy
exhausta. Al otro lado del río un cisne me mira. Tiene un costado manchado por
el combustible de alguna embarcación. Comienza a llover. Mataría por un cigarro.
Me he dejado el tabaco en el hotel. Las llaves, el dinero... No me voy a
psicoanalizar, de ninguna de las maneras. El cisne se acerca sigiloso hacia mí.
Voy a ver cuánto aguanto sin pensar. Cierro los ojos. Llueve. El sonido de algo
que pasa rodando a mi lado y cae estrepitosamente al agua, salpicándome los
zapatos, me sobresalta. El cisne gruñe. Alarga el cuello y agarra lo que parece
ser una cebolla.
Mirar
atrás es de lo más tentador. Y aunque ya todo me da igual y no debería
preocuparme, me giro y miro. El friegaplatos
se lleva un cigarro a la boca. Enseña sus dientes marrones, y me sonríe.
POR MALURAS
Bristol /
Barcelona, Mayo 2005
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