LA TAQUILLA


  
 Toda la noche dándole vueltas y más vueltas. Son mil seiscientas, por favor. ¿Tendría una moneda de cien? Quinientas le hacen las dos mil, gracias. Como un loro toda la tarde. No, no están numeradas. Dura dos horas y siete minutos. No, no está muy lleno. Si tiene miedo de las primeras filas, haga cola, por favor. Venga un poco antes, no se arriesgue. Sonrisa, gracias. ¿Una? Y se pone rojo. Parece pensar: “No grites”. Pobre, viene solo. Como un lorito, y la caja no me cuadra. No sé cuándo pudo ser que di de más, ¿o daría de menos? No sé, me debí distraer.
-¿Queda sitio?
-Por supuesto, caballero.
- Pero ¿me tocará una primera fila o qué?
-No, señor.
-Como me tenga que sentar delante del todo te enteras.
-Perdona, ¿es eso una amenaza?
-No.
-¡Ah! Es que a mí no me gustan las amenazas, ¿sabes?
A veces la gente se olvida de que eres una persona y has de soltar alguna fresca para cortarla. Es fácil distraerse. Aquí viene de todo y te preguntan de todo. Hoy no ha venido el viejecito de las bolsas. Da lástima verlo acercarse con un montón de bolsitas transparentes. En una, monedas de 100; en otra, de 25; en otra, de cinco…, y sin dentadura, con los labios metidos en la boca. Llega a la taquilla con pasos muy lentos y cortos, pero, al mismo tiempo, decidido y obstinado, con una paciencia de santo. Yo me maravillo viéndole abrir poco a poco cada bolsita, aunque haya una cola tremenda, y cuando ya me ha depositado todo el dinero y le doy la entrada, me ofrece la más tierna de las sonrisas. No te preocupes, no lo pienses más, eso es lo que ha dicho el encargado. ¡Qué raro que no llame! Igual se pasa por aquí y me da una sorpresa. Las ganas.
-¿Cuánto es? –dos cacatúas enjoyadas, mujeres que no saben envejecer, pátinas de maquillaje.
-Ochocientas, señoras. –ponen mala cara, gesto de tacañería.
-¿No hacen descuento para la tercera edad? –seguro que se quita años cuando se pone coqueta, pero ahora le interesa ponerse los que tiene.
-No, señora, aquí no hacemos ningún tipo de descuento.
 Lo increíble es que, seguidamente, se pelean por pagar. “No, ya te lo pago yo”. “Nena, cógelo de aquí”. “No, nena, cógelo de allá”, y la nena se tiene que esperar hasta que se cansan de tanto alarde de generosidad. Me acuerdo de cada cambio, de cada pregunta, de cada respuesta, de cada mirada de simpatía, de desconfianza, de desprecio…, y la caja no ha cuadrado. Quizá no se encuentre bien. Llama. Llama.

El teléfono ha sonado durante toda la tarde, pero nunca ha sido él. Palacio Balañá. Buenas tardes. La guerra de las galaxias. Sí, se venden anticipadas. De nada, a usted. Nunca sabes cómo te van a observar en esa caja de cristal, tan mona, tan princesita, la princesa está triste, que tendrá la princesa… con mi uniforme, mi etiqueta con mi nombre y apellido, mi micrófono móvil, mi reflector antibilletes falsos, mi fijador en el pelo y mis manos impecables, un tanto pringosas, temblorosas cuando llevo horas tocando miles de billetes y monedas de miles de personas que me ríen, me escrutan y me valoran en pocos segundos, sin quererlo, detrás de ese cristal. Dos gays, dos adonis, guapísimos. No dicen ni una palabra. Uno de ellos me enseña dos dedos. Doy dos entradas. El otro me mira con cara de lascivia, y yo sé que sólo lo hace para provocar celos a su acompañante, que me lanza una mirada de la muerte. Les gusta jugar. Tienen los labios llenos de heridas. Besos, apasionados. Él no me besa con pasión. No vendrá. Yo, tan recogida, tan metida en esa habitación minúscula. Yo, encendiendo y apagando el aire acondicionado porque, o hace mucho frío, o hace mucho calor. Yo, con la mirada perdida, viendo media parte de mí reflejada en el cristal, entre sesión y sesión, cuando la taquilla está desierta y el matrimonio de vagabundos que siempre viene a mendigar se ha ido al cine de al lado, aunque volverán para la sesión de la hora golfa, con el carrito lleno de cartones, de trapos, de roña. Ella, mellada, con voz de papel de estraza, y él, fumando tabaco negro, un cigarrillo detrás de otro y dando vueltas de manera extraña. Si no te fijas bien no te das cuenta de que no hace más que girar y girar. Ella incordia al personal: “Dame algo”, y él la deja hacer, como si tuviera miedo a molestarla, como si tuviera muy claro que él no sirve para nada.
El caso es que la caja no ha cuadrado, es como si tuviera vida propia y se hubiera propuesto hundirme, hacerme perder la confianza, ponerme en evidencia…, y el encargado y el portero, que lo pero de todo es que son dos trozos de pan, tuvieron sus palabras de consuelo. No te preocupes, esto suele pasar, ya sabes…, y yo allí, tan obediente, y tan lo siento, tan… No sé cómo ha podido pasar. La mitad del sueldo a la mierda. Si al menos el encargado fuera un borde tendría a quien odiar, pero ni siquiera se me permite eso. Media noche entre que ha cuadrado todo. Llama la novia del portero. “Ahora voy, se nos ha hecho un poco tarde; un beso.” “Tú también habías quedado, ¿no?” “Más o menos”, le digo. Pero no, él no ha venido. Él no ha llamado. Él no ha aparecido. Él se ha olvidado. Él es un hijo de la gran…
Total, no le necesito para nada y he recogido mis cosas con rabia, deprisa. El aire me ha vuelto a dar en la cara y me han entrado ganas de correr, de huir de todo y de todos. He corrido como una loca, entusiasmada, pensando, por un instante, que esquivaba toda la basura, el tráfico y el ruido de las calles. En medio de la acera había un hombre vestido de blanco, desmayado, borracho, rodeado de un orín oscuro que descendía en hilos por los adoquines y que parecía indicarme el N-14. Lo he cogido por los pelos, exhausta por el esfuerzo. El conductor del autobús me ha mirado varias veces las piernas por el retrovisor y me ha preguntado cuatro veces si tenía frío. Yo tenía puesto el chip de la amabilidad y, en vez de enviarlo a cagar, que es lo que deseaba hacer con todas mis fuerzas, le he sonreído y le he dicho resignadamente que no.

He llegado a casa corriendo porque ya era muy tarde. No había ni un alma en el barrio. Un miedo asfixiante me ha empujado hacia la puerta de casa. Una hamburguesa, vuelta y vuelta, sangrante. Una película mala en la tele. Me bajo la cremallera de la falda, que se desliza por mis piernas y cae contra el suelo. Estoy desnuda y más sola que nunca. Me meto en la cama, me estiro varias veces, como para asegurarme de que no estoy en esa caja de cerillas, y apago la luz con mucho cuidado. Hay noches que, en cuanto cierro los ojos, todos se acercan a la taquilla, me preguntan lo mismo, me gritan, me exigen, me riegan… Entonces, ese sentimiento de abandono que tanto me angustiaba queda ya muy lejos y no puedo alcanzarlo. Es demasiado tarde. Sin embargo, sigo estando sola, y la soledad es mucho más desagradable cuando se está entre tanta gente. No entiendo qué le ha podido pasar. Mañana le llamaré.

                                                   POR MALURAS
                                                   Barcelona, 1998
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