LA PUTA QUE COMÍA CEREZAS.


La puta llevaba más de media hora esperando a que algún cliente reclamara sus servicios bajo un sol de justicia.
Cuando la carretera se quedaba desierta se sentaba un rato en una silla plegable que había colocado debajo de un árbol.
El árbol le procuraba una sombra escasa. Sus hojas estaban llenas de polvo y varias bolsas de plástico se enredaban entre sus ramas.
La puta miraba hacia el vertedero a través de sus gafas de sol, y después hacia la carretera. A veces se miraba los pies y no volvía a levantar sus ojos de ellos hasta que oía acercarse algún coche.
La vendedora de fruta la observaba a pocos metros de distancia. Las dos aguantaban cada día el calor, el ruido ensordecedor de las chicharras y de los camiones de basura.
Ambas veían caer de sus cuerpos chorretones de agua sucia, llena de polvo, cuando al terminar la jornada, se duchaban.
A la vendedora de fruta le daba una mezcla de asco y pena la puta. Pero a la puta no parecía importarle demasiado su presencia.
Cada día, a primera hora, la puta se acercaba a la improvisada parada de fruta de la vendedora. Sacaba de su bolso unas monedas y le señalaba la caja de cerezas.
La vendedora daba por supuesto que la puta era extranjera. Le cogía las monedas y le daba las cerezas con evidente incomodidad.
La puta volvía a su silla y masticaba sus cerezas. Se miraba los pies y escupía los huesos tan lejos como podía.
La vendedora limpiaba con un trapo las monedas y arrugaba la frente cuando pensaba qué habría tocado la puta con sus manos.
Varios meses transcurrieron de manera monótona. Unos días la puta tenía más o menos clientes  y otros, la vendedora de fruta tenía más o menos compradores.
Sin embargo, las rutinas de las primeras horas transcurrían de manera idéntica día tras día. La puta le compraba cerezas. Se sentaba en la silla y se las comía casi todas mirándose los pies y escupiendo los huesos tan lejos como podía.
A ratos miraba hacia el vertedero a través de sus gafas de sol y atendía a sus clientes con discreción.
Aquel día el sol picaba y la vendedora de fruta observaba con atención a la puta, que llevaba ya media hora mirándose los pies. Esa mañana no le había comprado cerezas.
Al final de la carretera había un tanatorio. El maquillador de muertos paró su coche cerca de la vendedora de fruta y se acercó a mirar.
“Buenos días”. La vendedora no lo había oído llegar y dio un pequeño bote en su silla. El maquillador de muertos era un comprador habitual, un tipo afable, desinhibido, hablador y curado de espantos.
Sin embargo, aquel día, algo extraño parecía pasarle. Miró la fruta y posó sus ojos en la caja de cerezas. Rápidamente su rostro perdió color. A la vendedora de fruta le sorprendió su reacción.
“Hoy he preparado a tres fiambres. Tres hombres. Uno joven, otro de mediana edad y un viejo. No tenían ninguna relación entre ellos. Los tres han muerto en lugares diferentes. He comenzado por el viejo. Cuando lo he tumbado para desnudarle y ponerle la mortaja he escuchado un ruido, como el de una botella de champán cuando se descorcha, y, de repente, un hueso de cereza ha salido disparado hacia mis pies. Lo mismo ha pasado con el joven y el de mediana edad. Una broma de mal gusto de algún compañero. En el tanatorio a todos nos va el humor negro, ¿sabes? Es un mecanismo de defensa. Menudos cabrones.”
El maquillador de muertos recuperó el color de su cara y se llevó un melón. Arrancó el coche levantando la mano a modo de despedida.
La vendedora de fruta llenó una bolsa de cerezas y se las llevó a la puta con paso decidido. “Toma. Hoy invita la casa”.
La puta levantó la vista de sus pies. Cogió la bolsa de cerezas bruscamente y con un dedo dentro de su boca hizo el ruido de una botella de champán cuando se descorcha.



Por MALURAS
Viladecans, 2014



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