Durante los últimos 10 años, a Amparo la despertaba cada día su marido con la misma letanía: "¡Amparo!, ¡Hoy no me afeito!, ¿eh? ¡Hoy no me afeito!".
Desde que él tuvo el accidente de coche,
justo el primer día de su jubilación, Amparo comenzó un infierno particular y
agónico.
Nunca volvió a ser el mismo. Tenía un coágulo
del tamaño de una pelota de tenis en la parte frontal del cerebro. Los médicos
todavía no entendían cómo seguía vivo.
Amparo le enseñó a volver a caminar, a
hablar, a leer, a escribir y a limpiarse, mínimamente bien, el culo.
Él, a cambio, dejó de ser el hombre
despectivo que la trataba con desprecio, para convertirse en un niño grande y
obsesivo, que cantaba canciones de la tuna y que gritaba las mismas frases
todos los días a las mismas horas.
El día del accidente Amparo estaba en casa
decidida a decirle que se iba con su hermana y que no quería volver a verlo en
su vida.
Eso es en lo que estaba pensando cuando
notó que su coche impactaba contra alguna cosa. "¡Has pisao una oveja, Amparo! ¡Una oveja!" "¡Mañana
no me afeito!, ¿eh?".
Atravesaban la carretera que pasaba por el
vertedero y que les llevaba a la playa cuando Amparo, absorta en sus
pensamientos, no vio cómo un borrego viejo y desorientado se cruzaba en su
camino. Gritó de espanto mientras perdía el control del coche por unos
instantes. Frenó en seco.
Él comenzó a cantar: "Tengo yo una ovejita lucera que de campanillas le he puesto un
collar..." Amparo bajó del coche y la canción seguía: "Yo le digo pobrecita mía que está todo
el día, diciéndome Beeeee..."
El tiempo se detuvo cuando observó con
horror como, entre todo aquel amasijo de sangre y vísceras, la cara de aquel
animal muerto tenía un aire muy parecido a alguien que ella conocía y que en
aquel momento no lograba identificar.
Por MALURAS
Viladecans, 2014
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